ZWËNFREK. EL LEGADO DE LOS DIOSES
Juan Firpo & María de la Paz Perez Calvo
Bedi,bedi
ai ti quendi
Sivi
te nomi ai cari te mao
Nau
te lami aie aquendi
Meri
ta pal antiqui magie
Antiqui
magie subudi.
Bedi,
bedi ai ti quendi
Bedi aie Zwenfrek[1].
Por primera vez en milenios,
La Criatura bajo la tierra abrió los ojos.
[1] Ven, ven, despierta / te nombro con palabras profundas. / Cumple tu misión / y muestra tu poder ancestral, / el poder concedido por los dioses / Ven, ven despierta / ven a mí Zwenfrec
CAPÍTULO 1
La ciudad, siempre bulliciosa, ruidosa y
alegre, se había despertado aquella mañana con un frenesí mayor al
acostumbrado. La guardia del rey era la responsable. Sus hombres habían
comenzado a recorrer las calles; husmeaban en los callejones, entraban en las
cantinas y detenían indiscriminadamente a hombres y mujeres, en particular a
quienes embozaban el rostro o andaban al amparo de las sombras.
Un joven se asomó con precaución a una ventana
sabiendo que, por su posición a varios metros del suelo y el ingenioso sistema
con el que había sido diseñada, podría observar sin ser detectado. Desde
aquella altura contempló el sol de la mañana, el cielo azul sin nubes y el
vuelo de los pájaros. Agudizó la vista y la dejó vagar por el campo que se
extendía más allá de los muros de la ciudad. Se fijó anhelante en la inmensidad
de las praderas, los terrenos cultivados y los caminos que se alejaban como
cintas al viento subiendo y bajando las colinas.
Luego volvió la vista hacia abajo, al foso
lleno de agua. Dedicó especial atención a los matorrales y árboles que crecían
al descuido en la orilla de enfrente, formando una enmarañada y densa mampara que
formaba un segundo cerco de protección al castillo. Un cerco más decorativo que
efectivo pues la ciudad había ido desarraigando arbustos y talando árboles para
ganar espacio. El círculo en cuestión había quedado reducido a un puñado de
árboles añosos y pastos que crecían sin orden ni concierto y que se aferraban a
unos pocos palmos de tierra; sin embargo, dadas las circunstancias, aquella
vegetación achaparrada podría ofrecer un momentáneo refugio.
Más
allá se descubrían las primeras casas de techo bajo y aplanado, de paredes de
madera, pegadas unas a otras. Detrás se alzaban los edificios de dos o tres
pisos construidos en madera, ladrillos y piedra. Los negocios y las tiendas se
distinguían por sus toldos verdes o azules. Las calles empedradas se veían transitadas
por innumerables carretas y cientos de habitantes atareados en quehaceres
cotidianos.
Con interés clavó la mirada en los vehículos.
Los pachacones arrastraban carros cargados con telas o ropa para comerciar con
el resto de Feldor. Los gruesos animales avanzaban con su lentitud habitual y sacudían
las trompas y la melena con su andar bamboleante mientras salían de la ciudad. Sus
enormes carros serían un buen lugar para esconderse. Por otra parte, las
carretas resultaban considerablemente más chicas, pero más ligeras. Iban guiadas
por los caballos astados que marcaban elegantemente el paso sobre las piedras
pulidas por los siglos y la velocidad que podían alcanzar era un punto a su
favor.
La mirada calculadora se dirigió entonces
hacia los guardias que controlaban las puertas. Decenas de personas hacían fila
a la espera de pasar la revisión que les permitiría dejar la ciudad.
El joven soltó un resoplido. La fila para
salir de Feldor por la puerta del oeste, la más cercana al castillo, era
bastante larga. Los guardias revisaban exhaustivamente las carretas y carros,
hurgaban entre los fardos que arrastraban los pachacones y escrutaban el rostro
de los viajeros. Desde su escondite podía distinguir los ceños interrogantes o
enfadados de los que esperaban su turno sobrellevando aquel contratiempo con mayor
o menor paciencia. Pero, más que nada, lo que abundaba eran miradas exasperadas
y burlonas hacia el castillo.
Este edificio, recio y cuadrado, estaba
construido sobre una de las colinas de la sierra que cruzaba de este a oeste el
fértil reino de Feldor. Desde su posición y altura dominaba la ciudad y sus
torres y almenas daban acceso a una vista privilegiada de la comarca que la
rodeaba. Su única entrada y salida era el puente tendido sobre el foso que alimentaban
las aguas del Alor.
El joven volvió a soltar el aire con
desencanto. Al igual que la ciudad, los guardias custodiaban esa puerta. Y no
solo eso. El castillo hervía de exasperación. Se escuchaban voces y corridas. Criados,
mayordomos, nobles y soldados iban de aquí para allá husmeando, buscando y
revisándolo todo.
—Nos metimos en una ratonera —estalló una voz
a su lado.
Blas se
alejó de la pequeña ventana y miró a su compañero. El enano se sostenía
nerviosamente sobre un pie y luego sobre el otro. En efecto, la habitación de
la torre era apenas un cuartucho de dos por dos con aquella única saetera
estrecha y una puerta.
Blas se asomó por la puerta para confirmar la
seguridad del pasillo por el que habían llegado, pero entró de inmediato la
cabeza. El descontento e incluso un poco de alarma asomaron a sus ojos. El
ruido del metal sobre la piedra era apenas un tintineo, pero se oía cada vez
más fuerte. Dos, quizás tres soldados se acercaban. Iban a paso acompasado;
podía notarlo muy bien por el taconeo de sus pisadas. Posiblemente fueran tan rudos
y anchos de espaldas que sus hombros cubrían el espacio de pared a pared y por eso
sus espadas al cinto chocaban contra las paredes. Blas soltó maldiciones por lo
bajo y se acercó una vez más al ventanuco.
—Si estás pensando salir por ahí te advierto
que no podré acompañarte —observó el enano. En efecto, aunque más bajo que Blas,
Karstan era considerablemente más robusto.
Blas calculó que tendría dos minutos, tres a
lo sumo, para estrujar su cuerpo por aquel agujero de cincuenta por cincuenta.
Si lo lograba, le esperaba una caída de seis metros hacia el foso cubierto por
las frías aguas del río Alor. Si no lo lograba, sería su fin.
La desesperación puso alas a su empeño. Con
una palmada se despidió de su amigo y se alzó sobre el antepecho del ventanuco.
Pasó primero las piernas. Luego extendió los brazos por encima de su cabeza e
introdujo el tronco. Mientras se contorsionaba aguantó el roce de la piedra en
sus hombros y espalda y dejó su camisa hecha jirones. De haber sido tan ancho
de espaldas como el enano o como los soldados de la guardia del rey jamás
hubiera podido pasar por hueco tan estrecho. Pero sus dieciséis años y un
cuerpo aún en desarrollo le daban una considerable ventaja que no
desaprovecharía.
Cuando las piernas y un tercio de su espalda
hubieron salido al exterior, todo ocurrió muy rápidamente. Su propio peso lo
lanzó hacia abajo y aunque rasguñó la piedra en un intento por detener la
caída, no hubo modo. Golpeó el agua con violencia y se hundió sin remedio.
En aquel momento tres hombres se detuvieron al
ingreso de la habitación y comprobaron que, salvo Karstan, estaba vacía. Le
dirigieron una mirada sospechosa.
—Estoy buscando a Balud. ¿No han visto a mi
cuervo? —preguntó el enano con mirada cándida.
No le hicieron caso. Uno de los soldados señaló
la ventana, pero otro, rascándose la gruesa barba, observó que ningún hombre
podría pasar por el hueco destinado a una ballesta. El tercero replicó que el
joven Blas era delgado y que posiblemente sí pasaría y se ensartaron en una
discusión sobre si eso era o no posible. Karstan se unió a ellos con entusiasmo
apoyando las teorías de unos y otros hasta generar una gran confusión.
Mientras tanto, el joven Blas nadaba
vigorosamente alejándose del muro. Al llegar a la otra orilla se aferró a los
matorrales para izarse y se dejó caer sobre la tierra a recuperar el resuello.
Oculto entre los arbustos sonrió abiertamente y cerró los ojos para dejar que
el sol de la mañana se ocupara de secar sus ropas.
No habían pasado ni dos minutos que se
sobresaltó por el ruido de pasos, voces y risas cercanas. Se irguió al mismo
tiempo que cuatro niños irrumpían en su espacio visual. Esta súbita aparición provocó
que los niños gritaran, motivo por el que sus padres, detenidos no muy lejos,
corrieran hacia allí. Por unos segundos se miraron en silencio cuatro hombres,
tres mujeres, una media docena de chiquillos y un perro, por un lado, y por el
otro Blas con la ropa chorreante, la camisa desgarrada y rasguños en la piel.
Uno de los hombres, a quien una niña abrazaba la bota por no alcanzar más
arriba, lanzó finalmente una exclamación:
—¡Príncipe Blas!
Ante este reconocimiento los del grupo repitieron
su nombre con gestos que mostraban su complacencia. Blas ensayó una tímida
sonrisa y estaba por responder a sus expresiones de afecto cuando el mismo
hombre gigantesco, padre de la chiquilla aferrada a la bota, lanzó un gritó:
—¡Atrápenlo!
Una milésima de desconcierto y decepción fue
todo lo que se permitió Blas antes de salir corriendo como un conejo. En pos de
él se lanzaron los hombres, un par de mujeres, la horda de chiquillos y el
perro. Esta conmoción colmó las calles cuando, saliendo del espacio de árboles
que festoneaba el foso, empezaron a esquivar a los carros, a los trompudos pachecones,
a los desconcertados transeúntes y a los coloridos puestos de venta, generando
el caos y el encabritamiento de más de una cabalgadura. Debido al alboroto las
ventanas comenzaron a abrirse y quienes no se sumaban a la corrida intervenían
con alaridos señalando su ubicación. Resonaban los gritos de “¡Que no escape!”,
“¡Rodéenlo!”, “¡Se va por la calle de los sastres!”, “¡Ya ríndete, príncipe!”. Y
aunque nadie llegó al punto de insultarlo o herirlo, Blas corría como si su
vida dependiera de ello.
La gente de la ciudad, a la que se sumó la
patrulla del rey alertada por algún comedido, lo persiguió sin tregua. Blas
escapó por callejones, trepó árboles, corrió por los techos, se escondió entre
los arbustos e incluso entró al establo de los astados, hasta que los nobles
equinos, molestos con su presencia, lo delataron a fuerza de relinchos. Logró
despistar a sus perseguidores cuando se internó en las callejuelas del centro,
un laberinto de casas altas y antiguas y negocios a los que apenas llegaba la
luz del sol, y aunque allí pudo dejar de correr no se sintió tranquilo. Porque ahora
que sabían por donde andaba cerrarían las puertas de la ciudad y mandarían a
todo el mundo a buscarlo.
Blas, agotado, se dejó caer detrás de los
rollos de tela de uno de los tenderos. Consideró la posibilidad de sobornar a
unos niños para que distribuyeran pistas falsas que alejaran a la patrulla,
pero a esa altura no se fiaba de nadie.
Cerró los ojos un segundo. Tenía los músculos
acalambrados, la boca reseca y desfallecía de sed. Aunque había llegado la hora
en que todos volvían a casa para evitar el ardiente sol del mediodía, los
ruidos indicaban que nadie se tomaría un descanso, gratamente entretenidos como
estaban en su persecución.
—Mi suerte apesta —murmuró.
—Me temo que sí.
Sorprendido por aquella respuesta Blas olvidó
sus músculos doloridos, se puso de pie con inaudita velocidad y se dispuso a
reemprender la huida. Pero aquella voz, una vez más, se dejó oír. Con profunda
irritación y cansancio, exclamó:
—Sujeten a mi hijo.
Cuatro soldados se acercaron. Blas, acorralado
en la tienda de telas, los encaró con mirada torva. Uno se animó a aferrarlo
blandamente del brazo. Blas se soltó con una brusca sacudida, lo empujó contra
los otros e intentó de un salto llegar a la puerta.
—¡Aprésenlo, idiotas! ¡No dejen que se escape
o haré que los rebanen en lonjas!
Los cuatro soldados se zambulleron sobre Blas.
El príncipe lanzó manotazos, patadas y puñetazos a diestra y siniestra.
Tuvieron que intervenir tres soldados más mientras el rey aullaba órdenes y
profería amenazas. Entre los siete, de los cuales ninguno se salvó de quedar
con moretones y algún que otro diente partido, lograron dominarlo. Uno tomó un
rollo de gruesa tela y lo envolvió con él. Blas quedó convertido en matambre e
imposibilitado de moverse. Con solo la cabeza fuera de su envoltura bramaba,
gritaba y maldecía.
—¡No lo suelten! —rugía el rey Marcus—.
¡Encadénenlo si es necesario!
—¡Suéltenme o haré que los cuelguen a todos!
—No estás en condiciones de dar órdenes,
príncipe —exclamó Marcus deteniendo su imponente figura y poniendo los brazos
en jarra frente a él.
—¡No pienso escucharte!
—Oh, sí, sí que me escucharás.
—¡No me importa lo que digas! ¡Me escaparé o
moriré en el intento, ya verás!
El rey miró al jefe de la patrulla.
—Llévalo al castillo. Y cuidadito con que se
escape. Te hago responsable de él —ordenó alzando un dedo admonitorio.
Los hombres emprendieron la marcha por las
calles portando el real embutido. A su paso el afectuoso pueblo de Feldor
saludaba a su rey y a su príncipe mientras los niños, encantados, correteaban
alrededor y hacían de escolta.
CAPÍTULO 2
Corrían tiempos oscuros en el norte de Gávelath,
all donde los dos mayores reinos del continente, Algerta y Milgar, se
enfrentaban en uno de sus habituales e inútiles conflictos. La guerra había
estallado a inicios del verano y casi medio año después no daba señales de
terminar.
Pero no era eso lo que causaba mayor inquietud
a Marcus III, rey de Feldor, en las praderas del sur.
Marcus se encontraba sentado en su trono construido
con una madera tan pura que su blancura destellaba bajo las luces de las
lámparas. El aspecto del rey era imponente. Hasta el mismo Blas advertía en su
padre la presencia de un hombre poderoso que haría lo que fuese por el bien de
su pueblo.
Mientras Marcus observaba a su hijo con
gravedad intimidante Blas fingía apreciar la hermosa decoración de la sala que,
sin embargo, conocía a la perfección. La mirada de Blas se perdía en el alto techo
abovedado, en las gruesas paredes de piedra sin ventanas, decoradas con
pinturas antiquísimas y en las hojas de la puerta construidas en madera tan
resistente que ni los más esforzados enanos del reino Quismaquir habían podido
tallar una muesca en ella. Si ya el castillo era una fortaleza, aquella sala
era inexpugnable.
Así como la reciedumbre de aquella sala representaba
la fuerza del pueblo feldoriano, se esperaba que también reflejara su poderío. Feldor
era un pequeño reino comparado con los del norte, si de extensión de territorio
se trataba, pero en cuanto a riquezas nada tenía que envidiar a los colosos
Milgar y Algerta. Contaba con inmejorables praderas aptas para el cultivo y
para dar cabida y alimento a los mejores pachacones, caballos astados y
caballos de tiro que pudieran encontrarse en el continente. A pesar de las
costumbres simples, rudas y francas de los feldorianos, gente alegre, laboriosa
y tenaz y poco dada a sutilezas y sofisticaciones, sus reyes habían comprendido
la necesidad de mostrarse ante el mundo como una potencia. Por eso la estancia
donde recibían a los heraldos y majestades de los reinos vecinos estaba engalanada
con esplendor. Diez lámparas entretejidas en filigrana de plata daban tanta luz
como para simular la del sol. Los zócalos, pintados por los más afamados
artistas de siglos pasados, mostraban escenas de la épica historia de Feldor. Los
tapices que colgaban de las paredes estaban entretejidos con hilos de plata y
oro. Pero sobre todo los visitantes quedaban anonadados ante el techo abombado.
Pequeños trozos de inira, una exquisita gema extraída en Quismaquir y
que solo los enanos sabían tallar, absorbían la luz de las lámparas de modo que
la sala, una vez a oscuras, parecía estar abierta bajo el cielo estrellado. Una
única abertura en el centro permitía la entrada de aire y de un rayo de luz que
cada mediodía iluminaba el sol coronado estampado en la pared del trono, símbolo
de Feldor
Marcus,
que en anteriores ocasiones hallaba en ese cielo artificial cierto consuelo, no
estaba en aquel momento para contemplaciones. Continuaba con las espesas cejas
fruncidas y tamborileaba los dedos en el borde de su apoyabrazos, dándole
vueltas a aquella preocupación que desde hacía exactamente tres meses no le
dejaba dormir. Era una cuestión tan simple que resultaba irritante no poder
resolverla. De hecho, con el tiempo se solucionaría sola. Unos pocos años más,
quizás… Pero intuía que no tendría ese tiempo.
—Déjame contarte una historia —habló
finalmente Marcus dirigiéndose a su hijo—. La historia de nuestra familia,
nuestra estirpe y nuestro reino. Pero primero —hizo un gesto a la guardia—, sáquenlo
de ahí.
Blas
continuaba envuelto en la tela. Los maltrechos soldados se acercaron y lo
desenrollaron con resquemor, pero Blas apenas les mostró atención. Al quedar
liberado se mantuvo erguido y tieso frente a su padre, aunque Marcus había
señalado una silla a su lado para que se sentara.
Marcus suspiró frente a la testarudez de su
vástago. Con un gesto despidió a la escolta.
—Dime, hijo, por dónde debo empezar.
—Empieza por donde quieras.
—Es nuestra historia. Una historia de honor y
deber.
—Esto que propones no es un deber —interrumpió
Blas con enojo—. Y aunque lo fuera debes saber que no lo haré. ¡No puedes
obligarme, padre!
—¡De acuerdo! —tronó Marcus mientras sus cejas
volvían a fruncirse peligrosamente y se inclinaba hacia él con un rugido—. Al
diablo con historias y delicadezas contigo. No hablo ya como tu padre sino como
tu rey. Mañana a primera hora partirás hacia Lacsa Mara. ¡Y te casarás!
CAPÍTULO 3
El rey Reveico venía siguiendo con ojos
preocupados las hostilidades del norte. Cierto que las razones que esgrimían
Algerta y Milgar para justificar sus nuevas desavenencias eran tan pueriles
como siempre. También era cierto que, por más conflictivas que fueran sus
relaciones, los demás reinos no corrían verdadero peligro; los vínculos diplomáticos
continuaban, así como los del comercio por mar y tierra. Los reinos de Feldor,
Lacsa Mará, Inmarcia y aun los insociables Duta permanecían como obligados espectadores,
bien atentos a las fluctuaciones que inclinaban la balanza de la fortuna hacia
uno u otro de los reinos beligerantes para sacar provecho de ellas.
Pero últimamente a Reveico le quitaba el sueño
una incómoda reflexión: si los dos reinos del norte se cansaban de pelear
infructuosamente uno contra el otro sería natural que fijaran su mirada
belicosa en el resto de Gávelath. No se fijarían en el Principado de Inmarcia,
que por su posición Milgar consideraba prácticamente de su propiedad. Tampoco
atacarían el reino de los altos elfos en el bosque Carliste. No mirarían las
extensas pero inhóspitas arenas del desierto de los duta ni el reino de difícil
acceso de los enanos de Quismaquir. No, señor. Si se cumplía lo que más temía los
ojos de los dos poderosos mirarían más al sur.
El sur, donde dos reinos pequeños como Feldor
y Lacsa Mará nada podrían contra ellos.
El Reino de Lacsa Mara se ubicaba en una
península al sudeste de Gávelath. Sus privilegiadas costas con puertos naturales
y las playas de suave arena blanca se veían bañadas por el mar Nextum del Sur.
Solo algunos pocos kilómetros al norte y todo el límite oeste comunicaban con
tierra. Buena parte del Bosque Siniestro era de su propiedad.
El Bosque Siniestro dominaba gran parte del
continente. Uno de sus extremos, la parte más transitable, pertenecía a Milgar.
Allí recibía el nombre Carliste, que en idioma de los elfos significaba luz
serena, para diferenciarlo del ominoso apelativo que recibía en el centro y en el
sur. En lo profundo del Bosque Carliste existía un mar interior, el Rangaló, y
en éste, la bella y exótica isla que constituía el territorio independiente más
pequeño, el principado de Inmarcia.
También, si el viajero se determinaba a pasar
varias jornadas de camino en las entrañas de Carliste, y si tenía suerte en
encontrarla, era posible llegar a la Ciudad de Cristal de los altos elfos.
La parte norte del bosque estaba dividida en
dos secciones. Desde el Rangaló hacia el oeste, por donde pasaba la Ruta de la
Frontera, podía ser transitada sin demasiado riesgo. El resto, impenetrable y
oscuro, cargado de pesarosas leyendas, nadie se lo disputaba. Constituía una
barrera natural e infranqueable entre el norte y el sur, y no había quién
pudiera decir a ciencia cierta qué extensión tenía.
La parte sur del bosque pertenecía a Lacsa
Mará. Hacia el oeste, Bosque Siniestro mediante, Lacsa Mará limitaba con
Feldor, un reino de fértiles tierras, con la mayor producción de cultivo para
hilado y confección de telas, rico en criaturas de tiro y ganado. Aunque
vecinos y necesariamente interdependientes en el comercio, el desdén que se
profesaban se remontaba a tiempos inmemoriales.
Las primeras noticias sobre la guerra no
habían despertado gran inquietud en Reveico. Pero nuevos informes lo obligaron
a cambiar de opinión. Según esos informes, a cuál más extraño e incomprensible,
Algerta y Milgar se preparaban de un modo nunca antes visto y la guerra que
habían entablado preocupó por primera vez al mandatario de Lacsa Mará.
De ahí que el rey Reveico, tragándose la
repugnancia, propusiera una alianza a su tosco vecino de las praderas del
oeste. Y como prueba de buena voluntad ofreció la mano de su única hija, la
callada y hermosa Leseli, para que contrajera matrimonio con el inquieto
príncipe Blas.
Marcus había escuchado aquella propuesta con
gesto complacido. Una alianza sellada con un inmediato matrimonio real parecía
ser la respuesta a todos sus desvelos. Por eso, cuando su antagonista de años,
el odioso, el indeseable, el oloroso rey pescador le propuso una alianza, en
lugar de echar a los embajadores de su sala a patadas, se avino a escuchar.
Por dos meses fueron y vinieron los
embajadores, heraldos y caballeros de ambos reinos con regalos, propuestas y
promesas. Cuando todos los puntos del acuerdo quedaron sellados, pusieron fecha
a la boda. Y cada progenitor comunicó a su respectivo vástago la decisión.
Acostumbrados al acatamiento inmediato de sus
órdenes los dos reyes vieron con profundo desagrado que nada iba a salir como
ellos querían.
CAPÍTULO 4
Los lacsamarinos eran navegantes por naturaleza.
Según sus leyendas, habían sido los primeros humanos en llegar en barco a la
inmensa isla que constituía el continente de Gávelath, provenientes de unas
tierras míticas tragadas milenios atrás por las profundidades de los océanos.
El actual rey, Reveico, se había casado dos
veces. Su primera esposa, Brisaida, había muerto cuando la hija de ambos, la
princesa Leseli, contaba cuatro años de edad. Luego el rey había contraído
matrimonio con la duquesa Mírisse.
Mírisse y Reveico habían sido muy unidos en su
infancia. Habían compartido juegos, lecciones y, en sus primeros años de
juventud, algún que otro beso. Se amaban desde niños y ambas familias veían esa
unión con beneplácito. Pero las cosas cambiaron drásticamente cuando fueron
mayores. El amor que habían creído sentir se trasformó en camaradería y cariño.
Mírisse fue la primera en romper con la
ilusión de sus padres al enamorarse y pedir casarse con un apuesto capitán de
la marina real. El príncipe Reveico fue el primero en apoyarla y la boda de
Mírisse se realizó.
Poco después el joven Reveico decidió conocer
el mundo. Muchos creyeron que salía de viaje para aplacar el dolor de un
corazón desgarrado por aquel amor no correspondido. Él, por no entrar en
discusiones estériles, dejó que lo creyeran así.
Partió de Lacsa Mará una mañana a caballo, sin
escolta y con la bendición de sus padres. En las venas de todo lacsamarino
corría sangre de aventureros y pioneros. Nadie, salvo errar las razones,
cuestionó su partida. Solo un enarcar de cejas se alzó como crítica ante la
absurda idea de viajar por tierra en lugar de buscar su destino en el infinito
horizonte de posibilidades que le prometía el mar.
Reveico regresó tres años más tarde. Llegó por
mar comandando su propio navío, una joya blanca de líneas estilizadas y
mástiles altísimos que causó admiración y arrancó lágrimas de los ojos de los
ancianos. Descendió del Plus Ultra con paso marcial, enérgico,
entusiasta y juvenil. En su brazo se apoyaba aquella criatura extraña y
exquisita que había tomado como esposa.
Cuando Reveico asumió como rey una de sus
primeras medidas fue ordenar la forestación de todo el reino y la prohibición
de talar más de lo necesario el Bosque Siniestro que, por el oeste, ocupaba sus
tierras.
Su pueblo, dedicado por años a talar cantidad
ingente de árboles para la construcción de sus hermosas y preciadas naves,
recibió con extrañeza esa medida. Pero amaban a su rey y su extravagancia fue
acatada como lo que era: una muestra de su enamorado corazón a esa reina que
había traído al volver de su viaje, aquella muchacha delicada que vagaba por
los bosques descalza, que cantaba a las flores y se abrazaba a los árboles.
El bosque pareció aprovechar la buena fortuna
de aquellos años y avanzó hasta los límites mismos del castillo que se
encaramaba sobre el precipicio. Los arbustos, las matas y las ramas terminaron
acariciando las viejas paredes de piedra y golpeando los cristales de sus
ventanas.
Al morir Brisaida el pueblo entero la lloró.
Les había dejado a Leseli, una niña de cuatro
años de cabellos que caían en rizos pesados del color del cedro y de ojos
inmensos y verdes.
Cuando Leseli tenía siete años Reveico y
Mírisse se reencontraron como dos buenos amigos. La duquesa había enviudado
también y tenía un hijo, Carim, dos años mayor que la princesa.
Volver a encontrar la camaradería de sus años
mozos fue cosa de una hora de charla. Algunos paseos y varias horas de ¿Te
acuerdas de…? hicieron el resto. En sus años maduros encontraron el amor
que habían querido obligarles a sentir cuando eran jóvenes.
Leseli ganó una madrastra amable que la quiso
bien y un hermano mayor como compañero de juegos.
La princesita creció en palacio amando el mar
con pasión, pero aguijoneada hacia los bosques; deseando emprender aventuras al
tiempo que solo querría dejarse caer en tierra, entre árboles. Se vestía con
las típicas ropas de navegante de las mujeres lacsamarinas, pero caminaba
descalza sobre las tablas lustradas de su navío Gaviota.
Era rara.
No tenía la figura de las mujeres del reino,
altas, de curvas pronunciadas, con mejillas siempre rojas, de voces fuertes y
gestos precisos, tan capaces ellas de comandar un barco como sus hombres.
Leseli por el contrario era menuda, callada, de piel tan delicada que su nana
debía protegerla con sumo cuidado para que no se agostase. En comandar su navío
y en movimientos ágiles nadie la superaba, era cierto. Pero no terminaba de
encajar en Lacsa Mará y eso se notaba.
La querían por ser hija de Reveico, a quien el
pueblo idolatraba, y de Briseida, quien había despertado sus ternuras. Pero
Leseli no mostraba el encanto de su madre ni el carisma de su padre.
Era una princesa callada, modosita y
solitaria.
Nunca habían tenido Reveico ni Mírisse algún
conflicto con ella. Mírisse decía que era obediente hasta la debilidad.
Reveico, en cambio, tenía sus dudas. A veces contemplaba esos ojos verdes y
descubría una dureza que lo inquietaba. Sospechaba que nunca la habían puesto a
prueba, eso era todo. Y en ocasiones temía que ese momento llegara y que la
dulce princesita Leseli mostrara su carácter.
CAPÍTULO 5
Leseli, sentada como era habitual a la
izquierda de su padre, escuchó consternada la noticia. Nunca se le había
mencionado que entre las cláusulas del pacto con Feldor figurara su matrimonio.
Pero aquí estaba el mensajero de su padre anunciando con gran júbilo que la
propuesta había sido aceptada.
Mientras los nobles y dignatarios del
parlamento festejaban la noticia de un matrimonio entre realezas y el
nacimiento de una alianza, Reveico miro disimuladamente a su hija. Aunque la
muchacha seguía sonriendo sus ojos estaban entrecerrados y un tic había
aparecido en la comisura de sus labios. Reveico se apresuró a dar por terminada
la reunión.
—¡Bien! —exclamó.
El mensajero, pletórico por el éxito de su
empresa, calló abruptamente ante la interrupción del rey, pero no por mucho
tiempo.
—El rey Marcus impone como cláusula que la
boda se realice de aquí a tres semanas y en este mismo palacio —agregó con
rapidez.
—¡Es todo! —gritó Reveico. Ante el
desconcierto general intentó suavizar su exabrupto—. Has hecho bien tu trabajo,
es una grata noticia y te lo agradezco, conde Nirtonius. Eso es todo. Puedes
retirarte. Ustedes también —indicó a los miembros del parlamento—. Los veré más
tarde.
Reveico se puso de pie y se detuvo frente a su
hija. Se sentía incómodo ante el apresuramiento del mensajero por ventilar
aquel detallito que todavía no había tenido oportunidad de comentarle.
—Entonces ya lo sabes, querida —exclamó con
fingida jovialidad—. No quise mencionártelo porque no tenía confirmación de que
la propuesta fuera a ser aceptada. Tú sabes las vueltas que estuvo dándome este
rey durante los últimos dos meses. ¡Hasta a mí me sorprende que haya aceptado!
Leseli, como siempre, le escuchaba con
atención. Eso le animó a contar los pormenores de la situación, explicando los
graves motivos generados por la guerra del norte que le habían llevado a
planear el pacto y sus propuestas.
Al terminar de hablar Leseli permaneció en
silencio unos cuantos segundos. Luego expuso simple y sencillamente su negativa
a cumplir la parte del tratado que la involucraba. Reveico se vio obligado a
ser enérgico y ella, callada, con una inclinación respetuosa, bajó de su silla
y se alejó.
Pero antes de inclinar la cabeza Reveico había
visto lo que temía.
El brillo de sus ojos.
El brillo de sus ojos asomando con la más fría y enérgica oposición.
CAPÍTULO 6
A partir de ese día sin gritos, exabruptos ni argumentos,
Leseli, la dulce y callada Leseli, hizo saber lo que quería.
Más bien, lo que no quería.
—Buenos días, querido padre —era y había sido
su tierno saludo cada mañana desde que aprendiera a hablar—. No me casaré
—agregaba ahora.
Luego Leseli se sentaba y comenzaba tomar
tranquilamente su desayuno.
No hacía ni decía otra cosa. Reveico,
aparentando la misma calma, replicaba desde la cabecera de la mesa:
—Sí te casarás.
Ella, en silencio, terminaba de untar su pan o
beber su agua. No cruzaban más palabras sobre el tema hasta la mañana
siguiente, donde las frases eran las mismas y los modales, iguales.
Solo el rey notaba que el brillo de los ojos
aumentaba.
Tras algunos días en que ni ella ni Reveico
habían cambiado de opinión, las cosas se pusieron un poco más difíciles.
—Padre, me voy de viaje —anunció Leseli una
mañana, en lugar del consabido ‘No me casaré’.
—¡Imposible! —exclamó Reveico—. Tu boda es en menos
de dos semanas.
—No me casaré.
Ahí se acabó la paciencia del rey.
—¡Te casaras con el príncipe Blas en diez días!
No hay nada más que discutir.
Leseli, en silencio, inclinó la cabeza.
Al día siguiente, envuelta en su capa blanca
con el Nykur bordado en plata, símbolo de su familia, Leseli dejó el
Palacio Azul y atravesó las calles de Puerto Mar Azul. En la ciudad siempre
concurrida se mezclaban los lacsamarinos con los viajeros del norte,
especialmente los opulentos comerciantes de Milgar y los exóticos nativos del
principado de Inmarcia.
Una vez en el muelle Leseli se acercó a las
oficinas del puerto a anunciar su partida. El controlador del puerto era
Bastián, un viejo lobo de mar, ex almirante de la flota, quien había sido amigo
personal y compañero de correrías de su abuelo. Lisiado a causa de una tormenta
que años atrás había volcado el barco que no quiso abandonar, Reveico lo había
puesto al mando del tráfico del puerto. Bastián autorizaba las salidas y
entradas de barcos mercantes, botes de pescadores y veleros de paseo sentado en
un banco de madera a la intemperie, pues despreciaba la cómoda oficina que
debía ocupar. Desde aquel sitio, que según su parecer y entender le permitía
verlo todo y estar al tanto de cada insignificante detalle, lanzaba gritos
desaforados y agitaba sus descomunales brazos. Sus piernas las suplían tres
muchachitos que corrían de un lado al otro haciendo cumplir sus órdenes.
Una sonrisa de oreja a oreja iluminó el rostro
del viejo marino al ver a la muchacha.
—¡Buenos días, Leseli! Hemos madrugado, ¿eh?
—Así es, Bastián. Pido permiso para sacar a Gaviota
—Leseli le entregó su solicitud.
—¿Vas a navegar? —Bastián tomó maquinalmente
el papel mientras fruncía el ceño, desconcertado—. Nadie me avisó que saldrías,
princesa.
—Lo decidí en cuanto vi este hermoso tiempo.
Un clima ideal, brisa de veintisiete kilómetros y la mar tranquila.
—En realidad está algo rizada a diez millas.
—Nada que la Gaviota no pueda
sobrellevar. Sólo bordearé la bahía ¿Me dejarás salir? —Leseli miró a Bastián
con ojos suplicantes.
—De
acuerdo —Bastián selló la autorización con un golpe enérgico y se la tendió—. ¿Quién
va contigo, princesa? —recordó preguntar segundos después. Pero Leseli ya
corría hacia la Gaviota y, si lo escuchó, no respondió.
Mientras la miraba alejarse Bastián no pudo
evitar pensar que algo marchaba mal. La Leseli que conocía nunca hubiera puesto
esa cara de perro abandonado para pedir algo. Bastian se rascó la nuca, encogió
los hombros y decidió continuar con su trabajo. Gritó una orden a sus ayudantes
para que apresuraran la descarga de un navío recién llegado de Milgar, despotricó
contra un par de pescadores que habían volcado accidentalmente un bote de
carnada y se entretuvo luego rellenando su pipa.
En eso estaba cuando un grupo de soldados
apareció en su informal puesto de guardia.
—Buenos días, almirante —saludó uno de ellos
tocando su gorra.
—Buenas, Aldan, muchacho —saludo con alegría—.
Hace tiempo que no te veía por aquí.
—Estaba de viaje, por asuntos del rey.
—¿Tomas una copita conmigo?
—Tendrá que ser en otra ocasión y seguramente
en hora más conveniente. Bastián, ¿has visto a la princesa?
—Pues sí. Hace media hora pidió permiso para
abordar.
Sin perder un segundo Aldan hizo un gesto para
mandar a dos de sus hombres por el muelle, mientras continuaba su conversación.
—¿Y se lo diste?
—¡Pues claro!
—¿Miraste sus papeles?
—¡Todo estaba en orden!
—¿Y con quién pensaba navegar, si puedo
saberlo?
Bastián se rascó la nuca, súbitamente inquieto.
—Supongo que figuraban los nombres de la tripulación
en la autorización que firmaste —continuó Aldan.
—Bueno, muchacho, ¡no esperarás que lea cada
papel que me acercan! —se molestó el viejo.
Los dos soldados volvieron al trote junto a su
capitán. Uno de ellos señaló un punto blanco en el horizonte.
Aldan no perdió tiempo. Se dirigió al barco de
la patrulla costera y ordenó a los marineros, que se encontraban ganduleando
por ahí, que aparejaran y se pusieran en marcha lo antes posible. Él mismo se
ocupó de aprontar la partida y tomó el mando al salir del puerto.
La princesa, al percatarse de que iban tras
ella, maniobró de tal modo que parecía que el Gaviota volaba. Fue una
persecución que quedaría por años registrada en los anales de las epopeyas.
Bastián y un numeroso grupo de pescadores, marinos
y curiosos se juntaron en la orilla para mirar lo que ocurría, hacían apuestas
y soltaban exclamaciones admiradas ante las maniobras de ambas embarcaciones
que apenas ya podían verse.
—Estaba sola —opinaría Bastián horas después—.
De haber tenido tripulación que la ayudara, nadie hubiera podido alcanzarla. De
haber estado yo con ella ni siquiera Aldan hubiera podido con nosotros.
Tras este frustrado intento de huida, Reveico
se enfureció con su hija. También se asustó. Hubo que desmantelar el Gaviota
y todos los navíos recibieron órdenes de no aceptarla a bordo. Leseli no podía
estar nunca a solas y hubo que apostar una guardia bajo su ventana cuando dos
días más tarde la vieron colgada, intentando escapar por ahí.
CONTINUARÁ
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